No me queda más que decirte que te arranques al carajo. Hay días en que solamente ese termina siendo mi lema, general, laboral, de amistad y personal. Para mandar al carajo, no existe limitante y es algo totalmente valido en practicar.

Como aquel día que estaba en casa de una pareja en su momento, siendo yo, una persona que ayuda a sostener la industria del café con las enormes cantidades que consume diariamente, puedo decir que hacerlo, ya es un arte que aprendí a dominar.

No tiene mucha ciencia realmente, son dos cucharadas de café instantáneo, tres de azúcar morena, un toque de leche deslactosada y una taza que su tamaño grita ¡Me vale un carajo el mundo! Lo que te lleva a ser la persona más efectiva por todo el día.

Nunca batallé en confrontar mis días teniendo este gran poder de prepararme un café increíblemente rico, de esos que motivan a aguantar ciertas pendejadas pasajeras que pasan durante el día, pero nunca pude hacer un café con él.

Excluyendo ya el coraje y el resentimiento, nunca me percaté que algo tan sencillo para mí, como lo es el preparar un café, tornara a ser algo realmente complicado. Muchas veces no había café, o solo había leche entera o sencillamente el azúcar era Splenda. No era su culpa, era la mía y la de mi rutina mañanera.

Creo que, viéndolo de un lejano plano, el problema no era el café, o la azúcar, o la taza que olvidé en casa, el problema era que algo tan sencillo creciera a algo tan complejo.

Conforme pasa el tiempo, intentamos adaptarnos a alguien más, intentamos inconscientemente “hacer un café diferente” al que sabemos hacer. El problema no está en cambiar nuestra rutina, o en cambiar la receta, el problema está cuando ya no se quiere hacerlo.

Y así un día como hoy, una mañana en su casa, comprendí que me importa muy normal el compartir mi rutina; Que prefiero quedarme con mis dos cucharadas de café instantáneo, tres de azúcar morena, un toque de leche deslactosada y una taza que su tamaño grita ¡Me vale un carajo el mundo!

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